viernes, 31 de agosto de 2007

J. M. Coetzee (Traducción de Javier Calvo), Random House Mondadori, España, 2005, 259 pp.

Marco Menéndez

A diferencia del medroso Paul de Hombre lento, un renco brincaba por la calle cuando vio del otro lado una mujer hermosa. A su paso le grita: ¡Mamita! La mujer, molesta por la rudeza de aquel hombre, responde al piropo: ¡Cojo feo! El hombre del muñón a la altura de la rodilla no se queda perplejo o regañado sino que también contesta: ¡Yo te enseño! Si los dos partieron a conocerse es algo que a mí no me incumbe pero hago notar el empuje -con la respectiva distancia-, la ausencia de titubeo.
En la novela de Coetzee, cuando Elizabeth Costello dice a Paul Rayment: “¡Monte una escena como es debido! ¡Dé una patada en el suelo!”, no es más que la invitación a volver a la actividad, a dejar de pensarse las cosas o como diría Cortázar en ¿Qué tal, López?: “Lo verdaderamente nuevo da miedo o maravilla. Estas dos sensaciones igualmente cerca del estómago acompañan siempre la presencia de Prometeo; el resto es la comodidad, lo que siempre sale más o menos bien; los verbos activos contienen el repertorio completo”. Pues el resto es donde habita Paul.
Perdió una pierna en un accidente, víctima de la imprudencia de un joven mientras paseaba por Magill Road en su bicicleta. La amputación no es el fin del mundo, le dicen todos, pero desde ese primer momento, Paul adopta un aire de autocompasión y la novela parecería girar alrededor del lugar común de la vejez: las taras, el trato infantil, el enfrentamiento con los últimos días, la oposición con la juventud; el flagelo. Parecería gritar al mismo tiempo con Cioran, otro extranjero en tierra ajena: “¿Quién podría certificar que mi vecino sufre más que yo mismo, o que nadie ha sufrido más que el Cristo?”, pero es que la autoconmiseración ha perdido estatus en nuestra vida cotidiana, así que el tono confesional sin ánimo de chisme de Paul se agradece. La experiencia migratoria de un francés viviendo en Australia desde pequeño y que además de no tener un hogar, “No formo parte del nosotros de nadie”, no conoce la pasión: dos formas de exilio.
El narrador no muestra signos de intromisión. Una tercera persona que es meramente un observador, pero con una omnisciencia parcial que parece provenir de un eco en la mente de Paul. Aún así permanece sobrio, sin adjetivar y sin caer en el juicio. Coetzee hace uso de un recurso en el que entrecomilla algunas palabras a lo largo del texto, pero para funciones que a veces enuncian lo que hubiera querido decir Paul, en otras condensan el sentimiento del protagonista, y en otras encierran la atmósfera.
Por otro lado, la visión del mundo en Coetzee podría traducirse en una distancia que impone el mundo contemporáneo y que brota en el trato del personal médico en el hospital: llenar formatos, el seguro, la asistencia social, el trámite y la burocracia entronada. Un mundo hasta donde la risa se ha vuelto terapia. Después de una enfermera que lo trata de bebé, llega para cuidarlo Marijana Jović, una croata madre de tres. Paul se enamora de ella y para conquistarla hace un intento por comportarse a la altura de las circunstancias y abandonar la voz lastimera que inunda la primer parte del texto, al tiempo que busca apropiarse de la familia Jović a través de un decir a medias. Se empeña en atraer –incluso quiere pagarle la escuela- al hijo de la croata, Drago, en el que busca un sustituto del que nunca tuvo. Alguien que también lo impele a elegir. La relación con la enfermera croata le va despertando de su letargo y le llena del deseo que no conocía. Sin embargo, el marido de Marijana representa un obstáculo.
La profundidad psicológica del protagonista se hace más vasta y muestra un hombre que habla con la solemnidad de alguien que se toma demasiado en serio, pero cuyos verdaderos sentimientos y pensamientos se ocultan tras frases de libro. Decir a medias que evidencia sus contradicciones. Por eso Paul sopesa sus palabras: pone cada una en el lugar adecuado por miedo a decir lo que en realidad desea expresar.
Dominado por su melancolía de anciano disminuido, divorciado y sin hijos, recibe la visita de Elizabeth Costello –la escritora protagonista de la anterior obra de Coetzee, ¿desdoblamiento suyo?- que lo saluda con el primer párrafo de Hombre lento. Ella es la autora de la novela que incluye a un Paul Rayment minusválido y pusilánime que no puede decidirse. Un juego literario que atrae la expectación y logra un giro formal que da un vuelco a la historia e involucra de lleno al lector. Tal vez una separación abrupta entre ficción y realidad –lo que signifiquen- o una realidad en la que deberíamos conmocionarnos más seguido a través de la ficción. Porque ya no sólo se trata de una pierna menos y la carga de la vejez sino de un empuje: “Viva como un héroe. Eso es lo que nos enseñan los clásicos. Sea un personaje protagonista. De otra forma, ¿para qué sirve la vida?”. Y al narrador ecuánime y preciso de las primeras páginas se agrega la Costello con sus reprimendas y consejos dosificados a lo largo de la obra, pero que en algún momento se tornan tediosas por su autoritarismo moral o que podrían relacionarse con materia de autoayuda. El respeto por la individualidad de Paul se ve sometido al juicio vital de la anciana, pero en la intromisión se nota un ensanchamiento de conciencia sobre Paul y su diatriba. Sin embargo, la aparición de quien supuestamente escribe la obra no está libre de ambigüedades. Cada personaje elige su destino o al menos eso sugiere el desconocimiento que muestra Elizabeth sobre el futuro de Paul. Quizá un atisbo de lo que J.M. Coetzee piensa sobre el autor: ¿acaso un demiurgo ignorante?
Paul y Elizabeth parecen no llevarse muy bien por la invasión íntima a la que él se ve expuesto y que la autora exhibe, pero de a poco la Costello va perdiendo piso y se muestra nerviosa ante el empuje que Paul tenía en sí mismo y que se permite mostrar de vez en cuando. “La cuestión es sacar al corazón de su escondite”, le invita la escritora. Salir del exilio vital que tanto hace a Paul repetir “si hubiera”.
Coetzee conecta la obra a través de preguntas sin respuesta –desde el reclamo de Paul por su ropa tras el accidente, si alguna mujer le ha tomado el pelo, hasta el cuestionamiento sobre lo verdaderamente grave- que aumentan en su profundidad conforme la historia se hace más compleja y los personajes más densos, cuando abandonan la liviandad del cliché sobre la vejez e irrumpe la Costello; aparición que hace de gancho al pez. Creo que el lector no deja de asombrarse ante la visita de la anciana y lo que desata en el renco Paul, si ella escribe, o la pasión que mueve a los seres humanos, si él decide elegir.
El premio Nobel, también un extranjero radicado en Australia, logra una novela vigorosa de desdoblamiento literario, al tiempo que explora la posible caída en una catatonia de vida. Corolarios imprescindibles como la vejez, el cosmopolitismo o la condición de extranjero, son de igual manera tratados con hondura y en ocasiones, no faltos de ironía y humor.
Creo que Jim Morrison podría coincidir con la Costello cuando en An American Prayer, también invitando, dice: “Did you have a good world when you died? / Enough to base a movie on?”.

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